Han pasado varios meses desde la última entrada, e incluso más desde la última entrada elaborada; dicha ausencia ha sido provocada por una personal falta de interés tanto en lo que me rodeaba como en fijarme y retratar todo lo que podía ver en ello de manera escrita.
Sin embargo, con la entrada en la universidad y el gran cambio de ambiente que ha propiciado, he vuelto a interesarme por la realidad circundante, o tal vez ésta se me ha impuesto lo suficiente como para que no pueda seguirla ignorando por más tiempo. Así, me he reencontrado con los obscuros placeres de la decadente y decrépita sociedad española y los gusanos que la pueblan. Vamos allá.
Mi interés por las ciencias es bastante reciente, surgido a través de ver cómo las fórmulas en apariencia (y ligeramente) arbitrarias que me han sido inculcadas son realmente capaces de explicar una parte de la realidad observada y coordinarse entre sí para sobrepasarla y poder argumentar en terrenos más apartados de los sentidos. Este interés unido a un ansia de conocimiento y comprensión me ha llevado a emprender una carrera universitaria de índole científico-aplicada. Lo que viene siendo una ingeniería.
Para ella he tenido que pasar por el ridículo aro de la PAEG, frustrarme con absurdos trámites por telemática, buscar un piso económico que compartir... Y sobre todo: pagar.
Todo ello para poder ir a una universidad pública y dentro de ella a una facultad con bastante prestigio. Una facultad con capilla y curas propios que ofician misa dos veces al día y ofrecen servicio de confesionario. Una facultad con profesores en nómina desde 26 a 30 años. Donde los alumnos llevan desde cruces a banderas de España.
Espera.
¿No os suena algo?
Ah, sí, el título.